Pequeñas historias de amor ocurridas en períodos de convulsión, revolución o guerra que nunca serán escritas o contadas IV

Oscar Clayton intentó en vano convencer a sus compañeros de abandonar los libros y embarcarse a Europa. No lo consiguió.
Vendió todas sus pertenencias para el pasaje y un aporte financiero. Sabía que su vida cambiaría para siempre.
Desembarcó en el puerto francés de Narbonne y se unió a los brigadistas en Tarragona, Catalunya.
En la estación de trenes de Llobregat asistió a la penosa escena de un grupo de madres despidiendo a sus hijos, niños que hacían sólos el largo viaje hasta la Unión Soviética.
Allí conoció a Lucía Bonet, llorando sola y desconsolada tras la partida del tren. Hacía seis meses que su marido no le escribía. Su rastro se perdió luego de que cruce el Ebro.
Clayton consoló a Bonet y la acompañó. Se volvieron compañeros en las armas y en la vida.
A pesar de la imparable ofensiva fascista, decidieron resistir hasta el final. Tras la capitulación de Barcelona, Clayton y Bonet lograron escapar a Francia.
Se asentaron en París para reclamar diplomáticamente el regreso del hijo de Lucía, en manos del Estado Soviético. Durante meses, la tarea fue infructuosa.
Gastaron hasta el último de sus centavos para tomar un tren hasta Moscú. Allí fueron albergados en un edificio junto a otros ex brigadistas en la misma condición. Unas semanas después, supieron que el hijo de Bonet estaba viajando rumbo a Moscú, desde Odessa.
Vivieron los tres en Moscú, y a la familia se le sumaron dos hijas que tuvieron en dos años.
Lucía Bonet murió a principios de los años ochenta. Clayton volvió a Boston para ver a la familia que nunca había vuelto a ver. Encontró al hijo americano que había abandonado por la guerra. Se hicieron amigos.
Pudo volver a Rusia ocho años después, tras la caída del muro. Conservó consigo una foto de su mujer en armas, en España, hasta el fin de su vida.